Hoy trabajé con huesos. Para ser más preciso, con la columna vertebral (costillas incluidas) de un cordero. Trabajar con huesos es, siempre, un recordatorio de lo mucho que me gusta esto de la cocina. Un chef amigo me dijo una vez que son estas las labores que marcan la pasión que es nuestro trabajo: el trabajar prolijamente con los animales, para demostrar el respeto que se le debe por alimentarnos, o incluso el pelar zanahorias, conservando la mayor cantidad de carne posible. Estas labores que marcan la rutina, el
mise en place. Tony Bourdain dijo una vez que a el solía disgustarle el servicio, porque los pedidos solían entrometerse en el resto de su trabajo. Un cocinero tiene que sentirse a gusto con estas tareas, desde filetear pescados hasta pelar y picar cebollas. El gusto debe ser el mismo que el que tiene por las técnicas. No hay nada más gratificante que un braseado sabroso, pero se empieza con la calidad de los productos, los cortes parejos y los cuchillos afilados.
Recuerdo mi primer trabajo en una cocina profesional. Llegué a las 4 para encargarme de varias labores antes del servicio nocturno. Me recibió el Chef, que después me dejó solo hasta que comenzaron a llegar el resto de los cocineros (tres horas después):
-¿Sabes limpiar calamares? –Me dijo. Sabía. Lo habíamos visto en la academia. Después de mi asentimiento, prosiguió: -Ahí están, en ese lavamanos. Después tienes esta caja de hongos para picar y ese saco de papas para pelar. ¿Te la puedes?
Era mi primer día en una cocina profesional. No había opción de decirle que no. Una vez solo, fui a ver los calamares en el lavamanos. Era un bloque de colas de calamar congeladas, a los que les caía un chorro de agua. Despegué los que ya estaban sueltos y comencé a trabajar. Nunca olvidaré mi primera labor como cocinero. Cierto es que solamente estaba de pasante en el restaurante (por un mes), y no tenía la más mínima idea de lo que significaba el negocio de la comida. En ese momento solo podía pensar que me habían pasado dos horas, me faltaba apenas menos de un cuarto del bloque de calamares y ya empezaban a aparecer los cocineros.
Uno de ellos se encargó de los calamares y luego me ayudó con los hongos. Terminamos, gracias a él, en apenas unos minutos, pero el chef ya estaba en la cocina, y el saco de papas seguía en la misma esquina donde lo había dejado.
-Necesitamos esas papas en media hora –me dijo. Y me dio un cuchillo para que las pele. Sabiendo que no había manera de que termine a tiempo, mandó al lava platos para que me ayude. Luego lo reemplazó otro cocinero, quien, al ver que faltaban la mitad de las papas, suspiró y me dijo: -Eres lenteja, Cabro.
Desde entonces mejoré mi velocidad (aunque no soy lo rápido que me gustaría) y mi resistencia física (aún recuerdo el dolor de espaldas cuando volvía a mi casa esa noche). El sacrificio fue durísimo, pero fue uno que valió la pena, porque desde entonces, salvo contadas ocasiones, nunca he entrado a una cocina sin una sonrisa, feliz de ver que hay huesos con los que pueda trabajar.