jueves, junio 16, 2005

Relájate

Es curioso como funciona la mente humana. Aún cuando sigo en tratativas para abrir un café-restaurante completamente informal, mi cabeza maquina platos de la alta cocina, usando ingredientes poco comunes y presentaciones impactantes. Sabiendo que hay que empezar con poco, nada de malo tiene soñar en grande…, excepto que a veces nos olvidamos de nuestra ancla a tierra, y como Ícaro tendemos a acercarnos demasiado al Sol.

Afortunadamente, suele haber algún evento que me devuelve a la realidad. En alguna ocasión fue visitar el restaurante de Chris Schlesinger (East Coast Grill en Cambridge, Massachussets), pues era un local de una comida placentera y no pretenciosa. Esa misma filosofía se reflejaba en todos los detalles del comedor. Para empezar, el establecimiento no aceptaba reservas. Salimos del restaurante refrescados y con nuevas ideas gastronómicas, redescubriendo que la buena cocina no tiene que ser “elegante”.

Es durante esos momentos mágicos que volvemos a recordar la maravillosa comida callejera que muchas veces obviamos, los guisos caseros de la infancia o el horno público de Chulumani, donde una señora cocinaba sus empanadas de queso para vender in situ.

Mi tendencia es quemarme en el Sol, pero siempre me mantengo alerta a mi ancla: infaltable amiga que me devuelve a tierra. La última fue mi primera y receinte visita a La Sal. Varias veces fui testigo de la fabulosa hospitalidad de Luís Fernández y Mariví en su antiguo restaurante, El Madroñal. Por eso me avergüenza admitir que no había pasado por La Sal por una objeción idiótica a su filosofía de “des-elegantizar” su restaurante.

Ahora, aprovechando la apertura de su segundo local en Vitacura, por fin fuimos.

La ubicación del local es la misma del ya desaparecido “Alma Viva”, el primer restaurante donde trabajé, tal vez por eso entré con curiosidad. En ancla comenzó a halarme despacio. Sin darme cuenta, llegué a tierra en algún momento entre la tortilla de papas y la deliciosa corvina a la sal (que ya era, a mis ojos, el plato insigne de El Madroñal)

Hoy escribo esta experiencia porque tal vez así la pueda recordar por más tiempo, y así ayudar a mi ancla en futuras ocasiones. Se lo merece, ella me ha ayudado muchas veces ya.

Es tiempo de relajarse y concentrarse, una vez más en lo básico. Los sabores simples que siempre funcionaron juntos, la atención al cliente cordial y humilde, la decoración sencilla pero hogareña y la actitud informal que puede traducirse en algo fabuloso. Hoy, una vez más, recuerdo que una experiencia culinaria estimulante no tiene que ser elegante. Simplemente tiene que ser buena.